TRAS LAS HUELLAS DE UN LLAMADO CERRO RICO



jueves, 25 de octubre de 2018

miércoles, 24 de octubre de 2018

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Esta noche, miles de mujeres latinoamericanas van rumbo a Trelew, para celebrar y afianzar su fuerza colectiva, para pisar cada vez más firme esta tierra que nos parió a todxs. Con esta foto me sumo a su insurrección, que también es la mía.
Fotografía: Uruguay,  2018
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Y Lucía no paró nunca de danzar, hasta que logró que el mar diluyera su reflejo.
Osorno, Chile 2016
Este ha sido un año intenso en Suramérica. Los sismos políticos que han sacudido a Argentina, Brasil y Colombia me han movido fuerte. He pensado mucho en nuestros pueblos, en nosotrxs, en nuestra gente.
Con respecto a estas sensaciones, acá les comparto un relato breve que escribí hace un par de meses.



LOS COLOMBIANOS
Por: Diego Moreno
Se va a caer el cielo ―me dijo doña Marta.
El cerro de enfrente se perdía en la neblina, y unos nubarrones negros se acercaban a nosotros. Eran las seis y pico de la tarde y la luz empezaba a decaer.
Doña Marta y yo estábamos sentados sobre dos cajas de tomates, en la terraza de su casa. Ella pelaba semillas de linaza que sacaba de un costal. Yo miraba las arrugas en sus manos.
Al fondo, los cultivos de cebolla junca cubrían la tierra de verde, y la humedad levantaba un olor dulzón. Entre las eras, y azadón en mano, don Darío deshijaba algunas plantas, y preparaba unos manojos que iba a vender en el pueblo al otro día. Lo único que se oía eran sus golpeteos en la tierra, mezclados con un ladrido lejano.
Desde hacía un par de años, yo vivía cerca de ellos. Compartíamos la montaña. Todos los días iba a estudiar y a trabajar en Medellín ―a media hora de viaje―, pero cuando volvía temprano, los visitaba al atardecer. Mejor dicho, visitaba a doña Marta, que siempre estaba ahí. Nació ahí y nunca se fue de ahí. Ella nunca se alejaba de los alrededores de la casa. A mí me gustaba tomar café con ella y escucharle las historias. Me aquietaba, me bajaba el ritmo de la ciudad.
En silencio, ella cada tanto le echaba un vistazo a don Darío en la huerta, y después volvía a dejar perder la mirada entre las nubes.
―¿Usted sabía ―me dijo, señalando el boquerón de San Cristóbal―, que por allá, por entre esas montañas llegaron los colombianos a Medellín? ―Hizo una pausa y se acomodó el pelo, más blanco que nunca―. Eso fue hace como mil años.
―¿Los colombianos?― alcancé a decir, pero ella siguió:
―Llegaron un montón de colombianos a caballo y se apoderaron de todo esto. ―Hizo un paneo con el brazo, señalando el valle y las montañas.
Quise preguntarle algo pero no me salió nada. La neblina aumentaba. Don Darío parecía haber terminado su jornada y ahora organizaba las herramientas a un costado de la huerta. Ya el boquerón se había perdido entre las nubes y la penumbra que llegaba con la noche.
―Gracias a mi Dios ―siguió diciendo doña Marta―, nosotros hemos tenido la suerte de que nadie nos haya sacado de este pedacito de tierra. ―Yo la miré a los ojos, y ella me sostuvo la mirada―. Nunca se han aparecido por acá los colombianos pa’ echarnos de la tierrita.
Otra vez intenté decir algo, pero otra vez no supe qué. Nos quedamos en silencio mirando al horizonte. Yo imaginaba a miles de hombres cabalgando por la montaña hacia nosotros y revoleando las espadas.
Doña Marta reaccionó y, apresurada, recogió algunas semillas del piso, las metió en el costal y se levantó.
Yo no entendía su prisa.
―Córrale pa’ adentro que se viene― dijo, mientras entraba a la casa.
―¿Se viene qué? ―Pegué un salto y miré alrededor. No vi nada raro.
La tormenta se vino con todo. Salí corriendo hacia mi casa.
―¡Hasta luego, doña Marta! ―grité.
El cielo se estaba cayendo.