Este ha sido un año intenso en Suramérica. Los sismos políticos que han sacudido a Argentina, Brasil y Colombia me han movido fuerte. He pensado mucho en nuestros pueblos, en nosotrxs, en nuestra gente.
Con respecto a estas sensaciones, acá les comparto un relato breve que escribí hace un par de meses.
LOS COLOMBIANOS
Por: Diego Moreno
Se va a caer el cielo ―me dijo doña Marta.
El cerro de enfrente se perdía en la neblina, y unos nubarrones negros
se acercaban a nosotros. Eran las seis y pico de la tarde y la luz
empezaba a decaer.
Doña Marta y yo estábamos sentados sobre dos
cajas de tomates, en la terraza de su casa. Ella pelaba semillas de
linaza que sacaba de un costal. Yo miraba las arrugas en sus manos.
Al fondo, los cultivos de cebolla junca cubrían la tierra de verde, y la
humedad levantaba un olor dulzón. Entre las eras, y azadón en mano, don
Darío deshijaba algunas plantas, y preparaba unos manojos que iba a
vender en el pueblo al otro día. Lo único que se oía eran sus golpeteos
en la tierra, mezclados con un ladrido lejano.
Desde hacía un par
de años, yo vivía cerca de ellos. Compartíamos la montaña. Todos los
días iba a estudiar y a trabajar en Medellín ―a media hora de viaje―,
pero cuando volvía temprano, los visitaba al atardecer. Mejor dicho,
visitaba a doña Marta, que siempre estaba ahí. Nació ahí y nunca se fue
de ahí. Ella nunca se alejaba de los alrededores de la casa. A mí me
gustaba tomar café con ella y escucharle las historias. Me aquietaba, me
bajaba el ritmo de la ciudad.
En silencio, ella cada tanto le
echaba un vistazo a don Darío en la huerta, y después volvía a dejar
perder la mirada entre las nubes.
―¿Usted sabía ―me dijo, señalando
el boquerón de San Cristóbal―, que por allá, por entre esas montañas
llegaron los colombianos a Medellín? ―Hizo una pausa y se acomodó el
pelo, más blanco que nunca―. Eso fue hace como mil años.
―¿Los colombianos?― alcancé a decir, pero ella siguió:
―Llegaron un montón de colombianos a caballo y se apoderaron de todo
esto. ―Hizo un paneo con el brazo, señalando el valle y las montañas.
Quise preguntarle algo pero no me salió nada. La neblina aumentaba. Don
Darío parecía haber terminado su jornada y ahora organizaba las
herramientas a un costado de la huerta. Ya el boquerón se había perdido
entre las nubes y la penumbra que llegaba con la noche.
―Gracias a
mi Dios ―siguió diciendo doña Marta―, nosotros hemos tenido la suerte de
que nadie nos haya sacado de este pedacito de tierra. ―Yo la miré a los
ojos, y ella me sostuvo la mirada―. Nunca se han aparecido por acá los
colombianos pa’ echarnos de la tierrita.
Otra vez intenté decir
algo, pero otra vez no supe qué. Nos quedamos en silencio mirando al
horizonte. Yo imaginaba a miles de hombres cabalgando por la montaña
hacia nosotros y revoleando las espadas.
Doña Marta reaccionó y, apresurada, recogió algunas semillas del piso, las metió en el costal y se levantó.
Yo no entendía su prisa.
―Córrale pa’ adentro que se viene― dijo, mientras entraba a la casa.
―¿Se viene qué? ―Pegué un salto y miré alrededor. No vi nada raro.
La tormenta se vino con todo. Salí corriendo hacia mi casa.
―¡Hasta luego, doña Marta! ―grité.
El cielo se estaba cayendo.